LIBROS PARA 2do. PRIMARIA

feliz
1.  EL HOMBRE FELIZ
Había una vez un rey viejo y enfermo. Sabía que su muerte estaba próxima, pero como era tan poderoso se resistía a creer que la muerte pudiera llevárselo. Mandó reunir a los mejores médicos de su reino y cuando vio que eran incapaces de curarlo, ordenó venir a otros tantos de tierras muy lejanas. Pero no sirvió de nada: se estaba muriendo de puro viejo y contra eso, le dijeron, no había cura posible.
Entonces el rey supo de un sabio que vivía muy lejos y que tenía respuesta para todo. Al punto, envió a sus mensajeros a preguntar a aquel hombre qué era lo que podía curarlo.
Los mensajeros regresaron y dijeron:
―Su Majestad tiene que encontrar un hombre que no le pida nada a la vida, tomar su camisa y ponérsela. Si lo hace, se curará.
El viejo rey se puso muy contento y envió a sus consejeros a que buscaran por todo el reino a aquel hombre.
Mientras los consejeros se iban adentrando en tierras cada vez más lejanas, el viejo rey se debilitaba más y más. Una noche los consejeros escucharon hablar en voz alta a un hombre de rostro alegre y sano con una jarra de cerveza en la mano, que se encontraba en una esquina de la taberna donde se alojaban. Tenía aspecto de ser muy pobre, pues llevaba una chaqueta remendada y unos pantalones desgastados ya por el uso. De repente, golpeó la mesa con el puño y exclamó en voz alta:
―¡Yo no le pido nada más a la vida!
Cuando los consejeros escucharon estas palabras, se acercaron a él y le suplicaron que fuera con ellos para salvar al rey.

―¡Te hará más rico que lo que jamás hayas podido soñar! ―le prometieron.
―Pero si ya soy lo bastante rico ―dijo feliz el hombre―. Tengo todo lo que puedo necesitar.
Nadie pudo convencerle y los consejeros empezaron a desesperarse y optaron por ir rellenando con cerveza la copa del hombre varias veces hasta que éste cayó en un
profundo sueño. Entonces, lo metieron en su carruaje y lo condujeron rápidamente hasta el palacio del rey.
El anciano rey, muy debilitado, levantó una mano:
―¡Dadme su camisa! ―ordenó―. Me la pondré y así volveré a encontrarme del todo bien.
―¡Oh, Majestad! ―exclamaron los consejeros―. Parece que este loco feliz no lleva puesta camisa alguna...
Entonces, el anciano rey dejó escapar un largo y conmovedor gemido y murió. Tan sólo entonces los consejeros entendieron el significado último de las palabras del sabio: no hay en el mundo persona alguna que tenga todo lo que desea, y ni siquiera los reyes pueden vivir para siempre.
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Antonio Barber, Cuentos ocultos de Europa del este. México, SEP-Ramón Llaca, 2004.


Mono
2. MONO
Entre las ramas navega
buscando su comida,
y brinca entre las lianas
durante toda su vida.
La cola le sirve para colgarse de los árboles y tener las manos libres para comer frutas mientras se balancea en las ramas.
Y cuando están dormidos en los árboles, se convierte en una cuerda de seguridad.
Cuando juegan, se agarran de la cola unos con otros. También la usan para dar volteretas.
El mono vive en la selva, donde hay lianas. Es peludo, muy inteligente y juguetón.
La cola es como una tercera mano.

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Silvia Dubovoy, -Mono- en Colas. México, SEP-Everest, 2002.


pato va en bici, rinconcitos
3.  PATO VA EN BICI
Un día, el Pato, al ver la bicicleta que un niño había dejado, tuvo una idea: ―Seguro que yo sabría andar en una bici―. Se acercó a ella, montó, y empezó a pedalear. Primero iba muy despacio, y se tambaleaba bastante, pero ¡era divertido!
El pato pasó en bici por delante de la Vaca y la saludó.
―¡Hola, Vaca! –dijo al Pato.
–Muuu –contestó la Vaca. Pero en realidad pensó: ―¿Un pato en una bici? ¡Jamás se ha visto!―
Luego pasó por delante de la Oveja.
–¡Hola, Oveja!– dijo el Pato.
–Beeee –contestó la Oveja. Pero en realidad pensó: ―Si no va con cuidado, se va a lastimar.―
El Pato cada vez manejaba mejor. Pasó por delante del Perro.
―¡Hola, Perro! –dijo el Pato.
–Guau –contestó el Perro. Pero en realidad pensó: ―¡Vaya travesura!―
Luego el Pato pasó por delante del Gato.
―¡Hola, Gato! ―dijo el Pato.
–Miau –contestó el Gato. Pero en realidad pensó: ―¡Qué manera de perder el tiempo!―
El Pato pedaleaba cada vez más rápido. Pasó por delante del Caballo.
¡Hola, Caballo! –dijo el Pato.
–Hiii –contestó el Caballo. Pero en realidad pensó: ―¡Todavía no eres tan rápido como yo!―
El Pato hizo sonar el timbre al acercarse a la Gallina.
―¡Hola, Gallina! –dijo el Pato.
–Coc, coc –contestó la Gallina. Pero en realidad pensó: ―¡Fíjate por dónde vas, Pato!―.
Luego el Pato encontró a la Cabra.
–¡Hola, Cabra! –dijo el Pato.
–Baaa– contestó la Cabra. Pero en realidad pensó: ―Me encantaría comerme esta bici.―
El pato pasó por delante de los Cerdos.
–¡Hola, Cerdos! –dijo el Pato.
–Oinc oinc –contestaron los Cerdos. Pero en realidad pensaron: ―Este Pato es un presumido―.
Luego el Pato pedaleó sin manos ante el Ratón.
―¡Hola, Ratón! –dijo el Pato.
–Yic yic –contestó el Ratón. Pero en realidad pensó: ―Me gustaría poder ir en bici como Pato.―
De pronto, llegó un grupo de niños y niñas en bicicleta. Venían tan de prisa que no vieron al Pato. Dejaron sus bicicletas cerca de la casa y entraron.
¡Había bicis para todos! Los animales iban y venían sin parar por el corral. ―¡Qué divertido!―, decían. ―¡Qué idea tan genial, pato!―.
Luego, dejaron las bicis en su sitio. Y nadie supo que esa tarde una vaca, una oveja, un perro, un gato, un caballo, una gallina, una cabra, dos cerdos, un ratón y un pato estuvieron montando en bici.
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David Shannon, Pato va en bici, David Sannon ilus. México, SEP- Juventud, 2004.


la abeja haragana, rinconcito
4.  LA ABEJA HARAGANA
Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar. Es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana.
Todas las mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir y así se la pasaba todo el día, mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia, para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida, tienen el lomo pelado porque han perdido los pelos de tanto rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole: –Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó: –¡Yo ando todo el día volando, y me canso mucho!
–No es cuestión de que te canses mucho –le respondieron– sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos. Y diciendo así la dejaron pasar. Pero la abeja haragana no se corregía.
De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia dijeron: –Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida –¡Uno de estos días lo voy a hacer!
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Horacio Quiroga, La abeja haragana. Rogelio Naranjo, ilus. México, SEP, 1996.


teror en la oscuridad, lectura
5.  TERROR EN LA OSCURIDAD

Dime tú si no has sentido miedo, por lo menos una vez, a la oscuridad.
Cuando no hay nada de luz, el corazón tamborilea veloz y una torrencial lluvia de imágenes espeluznantes inunda nuestra cabeza; versiones aterradoras de todas esas historias y películas de horror que a la luz del sol, o que por lo menos de una lámpara, no nos daba tanto miedo.
Luis era uno de esos niños que le temía a la oscuridad, y aunque ahora duerme tranquilo con la luz apagada, no siempre fue así.
Hace un tiempo, para dormirse necesitaba tener una lámpara encendida, si no, le entraban unos escalofríos feos, feos y unas ganas de hacer pipí, hasta que ya no aguantaban más y pues... ¡se hacía! Quedaba todo bien mojado, la pijama empapada y el colchón como alberca.
Por mucho tiempo sus papás lo regañaron, hasta que, cansados de que de nada sirvieran las reprimendas y sermones, decidieron dejarlo dormir con la luz encendida.
Y así hubiera podido durar toda la vida. Pudiera haber llegado a graduarse de la universidad y dormir aún con la luz encendida, tener un trabajo de gente mayor, pero dormir toda la noche con el cuarto iluminado.
Pudiera, incluso, haberse casado y, a pesar de todo continuar con su costumbre de tener la lámpara del cuarto siempre prendida por las noches.
Y si las cosas hubieran seguido igual, es probable que sus hijos y los hijos de sus hijos hubieran heredado ese miedo a la oscuridad, así que, de seguro, también habrían querido dormir con la luz encendida.
Y quizá todo esto hubiera acarreado que las ciudades del futuro estuvieran siempre iluminadas, sin que nadie conociera la noche; sin saber lo bonito que se ven las estrellas cuando no hay nada de luz.
Ése podría haber sido el terrible futuro del mundo, pero todo cambió en unas vacaciones. Cuando los papás de Luis salieron por unos días de la ciudad, su tía, que no era muy consentidora, llegó para cuidarlo.
Cuando llegó la hora de dormirse, la tía apagó la luz del cuarto, pero aún no terminaba de cerrar la puerta cuando Luis ya la había prendido de nueva cuenta.
¡Que me hago! ¡Me hago! –le decía tratando de convencerla.
Y aunque le suplicó y le suplicó y le habló de los monstruos que viven debajo de las camas y de los fantasmas que se aparecen en la noche, y hasta se hizo un poquito de pipí y tuvieron que cambiar las sábanas y pijamas, la tía no lo consintió. Le apagó la luz y dejó el cuarto iluminado sólo con la tenue luz de la luna que se colaba por la ventana.

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Elba Cortez Villapudua, Terror en la oscuridad. México, SEP-Instituto de Cultura de Baja California, 2007.


El león que no sabía leer, lectura
6.  EL LEÓN QUE NO SABIA LEER
El león no sabía escribir. Pero eso no le importaba porque podía rugir y mostrar sus dientes. Y no necesitaba más.
Un día, se encontró con una leona.
La leona leía un libro y era muy guapa. El león se acercó y quiso besarla. Pero se detuvo y pensó: ―Una leona que lee es una dama. Y a una dama se le escriben cartas antes de besarla.― Eso lo aprendió de un misionero que se había comido. Pero el león no sabía escribir.
Así que fue en busca del mono y le dijo: ―¡Escríbeme una carta para la leona!―
Al día siguiente, el león se encaminó a correos con la carta. Pero, le habría gustado saber qué era lo que había escrito el mono. Así que se dio la vuelta y el mono tuvo que leerla.
El mono leyó: ―Queridísima amiga: ¿quiere trepar conmigo a los árboles? Tengo también plátanos. ¡Exquisitos! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Rompió la carta y bajó hasta el río.
Allí el hipopótamo le escribió una nueva carta.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos. Pero le habría gustado saber qué había escrito el hipopótamo. Así que se dio la vuelta y el hipopótamo leyó:
―Queridísima amiga: ¿Quiere usted nadar conmigo y bucear en busca de algas? ¡Exquisitas! Saludos, León.―
―¡Noooooo!―, rugió el león. ―¡Yo nunca escribiría algo así!― Y esa tarde, le tocó el turno al escarabajo. El escarabajo se esforzó tremendamente e incluso echó perfume en el papel.
Al día siguiente, el león llevó la carta a correos y pasó por delante de la jirafa.
―¡Uf!, ¿a qué apesta aquí?―, quiso saber la jirafa.
―¡La carta! –dijo el león–. ¡Tiene perfume de escarabajo!― ―Ah –dijo la jirafa–, ¡me gustaría leerla!―
Y leyó la jirafa: ―Queridísima amiga: ¿Quiere usted arrastrarse conmigo bajo tierra? ¡Tengo estiércol! ¡Exquisito! Saludos, León.―
―¡Pero noooooo! –rugió el león– ¡Yo nunca escribiría algo así!―
―¿No lo has hecho?―, dijo la jirafa.
―¡No! ―rugió el león― ¡Noooooo! ¡No! Yo escribiría lo hermosa que es. Le escribiría lo mucho que me gustaría verla. Sencillamente, estar juntos. Estar tumbados, holgazaneando, bajo un árbol. Sencillamente, ¡mirar juntos el cielo al anochecer! ¡Eso no puede resultar tan difícil!―
Y el león se puso a rugir. Rugió todas las maravillosas cosas que él escribiría, si supiera escribir.
Pero el león no sabía. Y, así, continuó rugiendo un rato.
―¿Por qué entonces no escribió usted mismo?―
El león se dio la vuelta: ―¿Quién quiere saberlo?― dijo.
―Yo― dijo la leona―.
Y el león, de afilados colmillos, contestó suavemente: ―Yo no he escrito porque no sé escribir.― La leona sonrió.
Si queremos decir algo, con nuestros propios sentimientos e ideas, tenemos que escribirlo nosotros mismos.
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Martin Baltscheit, El león que no sabía escribir. México, SEP-Lóguez, 2007.


El caballito de siete colores, rincón de lecturas de sallita
7.  EL CABALLITO DE 7 COLORES
Hace tiempo había un rey y su esposa. Eran felices, porque sus tres hijas eran nobles de corazón.
Las princesas vivían con libertad, pues nadie les haría daño. Pero un día, cuando paseaban, fueron secuestradas por unos forasteros que pidieron dinero para devolverlas con vida.
Las tropas del rey no pudieron rescatarlas. Así que el rey puso letreros que decían:
EL CABALLERO QUE RESCATE A LAS PRINCESAS SE CASARÁ CON UNA DE ELLAS Y SERÁ PRÍNCIPE.
Aunque muchos jóvenes querían ser príncipes, nadie se atrevía a penetrar en el bosque.
Tres hermanos muy humildes decidieron salvarlas, pero los dos mayores pensaron que el pequeño sería un estorbo, y lo dejaron en casa.
El rey les preguntó: —¿Qué necesitan?
Los muchachos dijeron: —Una bolsa de oro.
El rey se las dio, y ellos partieron al bosque.
Luego llegó el pequeño; le pidió al rey un costal de pan y una soga, y corrió tras los mayores gritándoles:
—¡Hermanitos, espérenme y les doy pan!
Ellos aceleraban el paso, pero después de unos días vieron que el oro no les servía en el bosque, pues no había tiendas.
Para no morir de hambre, esperaron a su hermano y comieron de su pan. Luego, cuando el joven se durmió, le robaron el pan y continuaron su camino.
Pero él no se dio por vencido y los siguió.
El primero en llegar al pozo donde estaban las princesas fue el mayor. Pero no se atrevió a bajar. Tampoco el mediano.
Cuando el joven llegó lo convencieron, y lo bajaron con su soga. En el pozo había un hombre, pero el muchacho lo tomó por sorpresa y le pegó en la cabeza.
Amarró por la cintura a las princesas, y sus hermanos las fueron subiendo. Pero en lugar de sacar al pequeño, tiraron la soga al pozo.
Cuando vio a sus hijas, el rey se puso tan contento que decidió casar a los hermanos con dos de las princesas.
La más pequeña quiso explicarle lo que había sucedido, pero el rey, con la emoción, ni la escuchaba.
Mientras tanto, en el pozo el joven lloraba. De repente se le apareció un caballito de siete colores que le ordenó:
—Arranca un pelo de cada color y te concederé siete deseos.
El joven tomó un pelo naranja y dijo: —¡Sácame de aquí!
Tomó el pelo azul y dijo: —¡Dame de comer!
Tomó el pelo amarillo y dijo: —¡Llévame al palacio!
Sus hermanos, temiendo que el rey se disgustara con ellos, ordenaron que no lo dejaran entrar. Entonces el muchacho tomó el pelo verde y dijo:
—¡Conviérteme en negrito!
Así pudo entrar, habló con la jovencita, y ella le contó todo a su padre, quien decidió encarcelar a los hermanos mayores. Pero el joven no quería lastimar a sus hermanos. Tomó el pelo morado y dijo:
—¡Caballito de siete colores, regrésame a como era!
Tomó el pelo rojo y dijo:
—¡Que el rey perdone a mis hermanos!
Por último tomó el pelo rosa y dijo:
—¡Que el rey deje que mis hermanos y yo nos casemos con las princesas!
¿Te gusta? El hermano menor era valiente, tenaz y de muy nobles sentimientos. Debemos ser como él.
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Teófilo Martel y Galicia, El caballito de siete colores. México, 2002.


El zorro y el caballo, rincón de lecturas de sallita
8. EL ZORRO Y EL CABALLO
Caballo fiel, pero que se había vuelto viejo y ya no podía trabajar, por lo que su amo le escatimaba la comida. Al fin le dijo:
–Ya no puedo utilizarte, aunque todavía te tengo cariño; si me demostraras que tienes fuerza suficiente para traer un león hasta nuestra casa, te mantendría hasta el fin de tus días. Pero ahora vete de mi establo.
Y le abrió la puerta, dejándolo en medio del campo.
El pobre caballo estaba muy triste, y buscó en el bosque un cobijo donde resguardarse del viento y la lluvia. Pasó por allí un zorro, que le dijo:
–¿Por qué bajas la cabeza y vagas por el bosque?
–¡Ay de mí –contestó el caballo–. La avaricia y la honradez no pueden vivir juntas. Mi amo se olvida de todos los servicios que le he prestado durante largos años, y como ya no puedo trabajar, no quiere mantenerme y me ha echado de su establo.
–¿Sin ninguna consideración? –preguntó el zorro.
–El único consuelo que me ha dado ha sido decirme que si yo tuviese fuerza bastante para llevarle hasta casa un león, me guardaría y me mantendría; pero bien sabe él que esta hazaña no la puedo hacer.
Dijo el zorro:
–Te quiero ayudar. Échate aquí y estira las patas como si estuvieras muerto.
El caballo hizo lo que el otro le dijo, y el zorro se fue en busca del león a contarle:
–En el bosque hay un caballo muerto. Ven conmigo y verás qué rico bocado.
El león le siguió y, cuando hubieron encontrado al caballo, el zorro le dijo:
–Aquí no podrás comértelo cómodamente. Yo te diré lo que tienes que hacer. Te ataré al caballo y así podrás llevártelo a tu guarida y comértelo a placer.
El plan agradó al león, que se colocó muy quieto cerca del caballo, mientras el zorro le ataba a ál. Ataba el zorro las cuatro patas del león con la cola del caballo, tan juntas y tan prietas y con unos nudos tan fuertes, que a la fiera le era imposible moverse. Cuando acabó su trabajo, dio una patada en el lomo del caballo y dijo:
–¡Vamos, amiguito! ¡Adelante!
Entonces el caballo se alzó y echó a correr, arrastrando al león tras de sí. Enfurecido el león, rugía tan fuerte que todos los pájaros del bosque se aterrorizaron y echaron a volar. Pero el caballo le dejó rugir y no se detuvo hasta estar ante la puerta de su amo.
Cuando el amo le vio llegar con el león prisionero, se entusiasmó y le dijo:
–Ahora te quedarás conmigo por todos los días de tu vida.
Y le alimentó, hasta que el caballo murió.
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Jacob Grimm, Cuentos de Grimm. México, SEP-Juventud, 2002.


La pequeña niña grande, rincón de lecturas de sallita
9. LA PEQUEÑA NIÑA GRANDE
Daniela era pequeña. Bueno, en realidad no era taaan pequeña. Era más grande que el bebé de la vecina, y más grande que el gato.
Pero era más pequeña que los niños del jardín de niños, mucho más pequeña que los niños de la escuela, y muchísimo más pequeña que papá y mamá.
Su tía Ana siempre le decía: ―¡Cómo has crecido!‖ Pero Daniela sabía que era bajita y se enojaba.
Hasta que una noche se despertó convertida en alguien muy grande. Se levantó y corrió al cuarto de sus papás.
Papá y mamá, dormidos, se veían tan chiquitos que Daniela soltó una carcajada.
Se rio tan duro que los despertó.
–¡Levántense! –Les dijo– Van a llegar tarde al trabajo. Pero papá y mamá no querían levantarse.
Daniela los alzó y los llevó al baño. Primero le lavó las manos y la cara a papá, y le cepilló los dientes, y después a mamá. Los tomó de la mano y se dirigió al ropero.
–Te pondrás lo que yo diga –le dijo a papá, que se vistió sin quejarse.
–Y tú –le dijo a mamá–, no escarbes más en el armario. Yo te escojo un vestido.
–Pero quiero ponerme un pantalón –dijo mamá.
–Todos los días es lo mismo –contestó Daniela–. Si te escojo un vestido, quieres un pantalón. Si te escojo un pantalón, quieres un vestido.
Daniela sentó a papá y mamá en la mesa de la cocina y les dio a cada uno un huevo tibio, una rebanada de pan con miel y un vaso de leche. Papá comió solo, pero, como ya era tarde, Daniela terminó de darle el desayuno a mamá. –¡Yo como sola! –dijo mamá, furiosa. Pero Daniela le quitó la cucharita y le dio el huevo.
Terminado el desayuno, Daniela le dio a papá un cepillo y tomó otro para peinar a mamá.
—¡Me estás jalando el pelo! –gritó mamá–. No tengo la culpa de que tengas el pelo enredado –dijo Daniela–. Córtatelo.
–A papá no le gusta que yo traiga el cabello corto –dijo mamá.
Papá y mamá se fueron al trabajo y Daniela se quedó en la casa. De repente todo quedó en silencio. El silencio no le gustaba. Incluso, cuando Daniela comenzó a hablar el silencio no le respondió.
—¡Mamá, mamá! –gritó Daniela. Gritó tan duro que se despertó. Y allí junto a la cama estaba mamá.
—Mamá, mírame. ¿Soy más grande que papá? –preguntó Daniela.
—No –sonrió mamá—. No eres más grande que papá.
—¿Y más que tú?
–No –aseguró mamá—, tampoco más grande que yo.
—Entonces... tal vez soy una pequeña niña grande... –dijo Daniela. Se tapó de nuevo y se quedó dormida.
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Uri Orlev, La pequeña niña grande, ilus. Uri Orlev, México, SEP-Norma, 2003.


El niño que tenía miedo de todo y de nada, lectura para aprender y divertirse
10.  EL NIÑO QUE TENIA MIEDO DE TODO Y DE NADA
Había una vez un niñito miedoso, pero de verdad miedoso...Se llamaba Roberto. Les temía a los escarabajos y a las arañas. Sobre todo, le tenía mucho miedo a la oscuridad. ¡En la escuela, sus compañeros lo habían apodado ―Miedoberto― y todo el tiempo se burlaban de él.
Solo y sin nadie en quién confiar, Roberto se sentía triste. Cuando regresaba de la escuela, estallaba en llanto y le contaba a su madre las maldades que los otros niños le hacían.
Sus padres estaban desesperados, pero Roberto seguía con sus miedos. ¡Una sombra! ¡Eso sí que era peligroso! ¡Ese trozo de oscuridad que te persigue pisándote los talones todo el día! ¿De dónde viene? ¿Qué quiere? ¿Por qué no te deja en paz?
Un día, su abuelita Justina vino a quedarse a vivir en su casa.
Roberto no la conocía muy bien. Antes, ella vivía en otra ciudad, muy lejos.
Una noche sus papás se fueron al teatro y lo dejaron con la abuelita. Todo iba bien hasta la hora de ponerle el pijama: su abuela tuvo la idea de apagar la lámpara.
–¡No la toques! –gritó el niño, presa del pánico.
–Está bien. Voy a dejar prendida la luz –dijo la abuela–. Sé lo difícil que es vivir todo el tiempo sólo con sus miedos.
Roberto no lo podía creer: ¡por primera vez un adulto lo comprendía! –Yo entiendo que tengas miedo porque a tu edad era muy miedosa, ¡Imagínate! ¡Creía que mi sombra me iba a atacar! Pero después descubrí que no era mi enemiga, sino mi ángel de la guarda. ¡Por eso nunca se separaba de mí!
La abuela se volvió hacia la sombra de Roberto y se puso a girar las manos murmurando palabras incomprensibles.
¡Una fórmula mágica!
–No tengas miedo.
Su sombra estaba sobre la pared y copiaba sus más pequeñas acciones y ademanes.
–¿Ves como no tienes nada que temer? –dijo la abuelita, dándole un beso sobre la frente–. Anda, que tengas dulces sueños.
Roberto vio cómo su abuela se deslizaba fuera de su habitación. Hasta ese momento se dio cuenta de que había apagado la lámpara.
Tranquilizado, Roberto exhaló un suspiro. ¡Adiós a las fobias! ¡A partir de ese momento ya no tuvo miedo de la oscuridad! Sabía que, en lo más profundo de las sombras de la noche, un ángel guardián lo cuidaba.
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Peán Stanley, El niño que tenía miedo de todo y de nada. México, SEP-Calandria, 2006.







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